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Sonidos y Colores Claude Lévi-Strauss

Claude Lévi-Strauss (Bruselas, 1908-París, 2009) fue un antropólogofilósofo y etnólogo francés, una de las grandes figuras de su disciplina en la segunda mitad del siglo XX. Al introducir el enfoque estructuralista en las ciencias sociales, fue de hecho el fundador de la antropología estructural, método basado en la lingüística homónima creada por Saussure y desarrollada por el formalismo ruso. Durante la Segunda Guerra Mundial, siendo judío, se vio obligado a exiliarse a Nueva York en 1941 para huir de la ocupación nazi en Francia. Allí, conoció a unas de las grandes figuras de las ciencias sociales de la época, como el fonólogo ruso Roman Jakobson, con el cual se inició a los principios de lo que se llamará la “antropología estructuralista”, en ruptura con las corrientes dominantes de la etno-antropología del momento (como el evolucionismo). De esta manera, en la mitad del siglo XX, tuvo una influencia relevante en las ciencias sociales desarrollando un método propio: la antropología estructuralista. Mediante este método, Lévi-Strauss modificó profundamente las disciplinas de la etnología y de la antropología aplicándoles principios holistas resultantes de la lingüística, la fonología, las matemáticas y las ciencias naturales. Al volver a Francia en 1949, presentó su tesis sobre «Las estructuras elementales del parentesco», primera aplicación de su nuevo método, la cual le aportó una notoriedad internacional dentro de la antropología. Presentó su método al público bajo la forma de una colección de artículos intitulada «Antropología estructural». Por ejemplo, se dedicó a estudiar los mitos con un enfoque estructuralista en su mayor obra Mythologiques. Al aportar una nueva mirada sobre un gran número de problemáticas antropológicas clásicas, su trabajo permitió en gran parte el nacimiento del estructuralismo francés.

De la invención de un “clavecín ocular” en el siglo XVIII al célebre poema de las “Vocales” de Arthur Rimbaud, Lévi-Strauss explora las relaciones entre sonidos y colores en un capítulo de su libro Regarder, écouter, lire (Ed. Plon, París, 1993).


El padre Louis-Bertrand Castel (1688-1757) fue célebre en el siglo XVIII por su invención del clavecín ocular, o cromático, que por otra parte no llegó a construir. Rousseau, Diderot y Voltaire se mofaron de la idea de que el juego de colores pudiera afectar agradablemente la vista, como la música el oído. En cambio, un compositor tan importante como Teleman la tomó en serio. Pues, contrariamente a las opiniones de los críticos, Castel había comprendido muy bien que los colores y los sonidos difieren en naturaleza: “Lo propio del sonido es pasar, huir, estar inmutablemente ligado al tiempo, y dependiendo del movimiento (…). El color, sujeto al lugar, es fijo y permanentemente como él. Brilla en el reposo (…)”. Por otra parte, si “el tono es al color lo que el grave-agudo es al claroscuro”, éste existe independientemente del color (se puede representar una escena en blanco y negro), mientras “que las dos diferencias se hallan reunidas en el sonido, no siendo posible producir sonidos graves y agudos que no sean tonos”.

Castel anticipó así el descubrimiento de los neurólogos, según el cual las estimulaciones ópticas toman tres canales, al remontar la retina a la corteza. Ahora bien, el canal de la luminosidad existe separadamente de los dos canales cromáticos: uno para el rojo y el verde, otro para el amarillo y el azul. Contra Newton, que “se imaginaba que todos los colores prismáticos eran primarios”, Castel hubiera, en efecto, encontrado consuelo junto a los neurólogos: ellos nos han enseñado por qué los humanos perciben sólo como colores puros, dejando de lado el blanco y el negro, el rojo, el verde, el amarillo y el azul.

Pero Castel no razona sobre los colores como neurobiólogo ni como físico. Plantea -tal es su gran originalidad- el problema en términos etnológicos y lo aborda desde el ángulo de lo que llamamos hoy “cultura material”. Los colores de los que se ocupa son “substanciales, comunes y manuables”. Su Óptica, dice, “debe ser la teoría de la práctica de los Pintores y de los Tintoreros”. Sabe también que la apreciación de los colores varía según las culturas. En Francia, nos gusta que el amarillo sea dorado, “dejando a los ingleses el amarillo puro, apagado para nosotros”. De buena gana se creería que Castel señaló una invariante cuando leemos, en un artículo del Figaro con fecha del 10 de junio de 1992, reseña de la visita de Isabel II a Francia, que la soberana “estaba vestida de un amarillo limón que intrigó a más de un especialista”.

Su conocimiento profundo de las técnicas conduce a Castel a una teoría sorprendente: “El negro es abundancia de colores (…). Hay grandes razones para derivar los colores del negro.” ¿Cuáles razones? Si el blanco resulta de la mezcla de todos los colores, el negro los contiene en potencia; es de algún modo su generador, como lo prueba la materia, que “es en sí tenebrosa y inanimada”. Calentado, el hierro negro toma gradualmente todos los colores hasta el blanco. Para obtener el negro, los tintoreros empapan sucesivamente la tela en baños de tres colores primarios. Finalmente, si el negro es una tintura, el blanco no lo es: se define como la privación de una riqueza que el negro contiene en sí: “Todo viene del negro para perderse en el blanco.”

Revirtiendo de manera tan radical las ideas admitidas sobre el negro, Castel crea un precedente. Su teoría, inspirada en una sensibilidad muy viva por los colores, anticipa otra reversión del valor del negro. Me refiero a aquella que Rimbaud llevará a cabo en el soneto “Vocales”.

A propósito de la audición colorida (caso particular de aquellas correspondencias entre los sentidos que designamos con el nombre de sinestesia), Jakobson hizo esta observación: “La conexión manifiesta entre un color superiormente cromático como el escarlata, la sonoridad superiormente cromática de la trompeta, y las cimas de la cromacidad vocálica (a) y consonántica (k) en el nombre del color: escarlata, es verdaderamente espectacular”. Traduzco del inglés, pero lo que es válido para scarlet vale también, y mejor aún, para el francés écarlate.

Numerosas investigaciones realizadas en muchas lenguas atestiguan que el fonema /a/ evoca las más de las veces el color rojo, sobre todo en los niños. La audición colorida se vuelve más rara, o menos nítida, en la mayoría de los adultos, pero se llega a revelar por medios indirectos. A título de ejemplo, citaré la bella observación de Clavière, uno de los primeros en interesarse por el fenómeno. Un hombre que navegaba por placer le decía: “Soy marino y encuentro muy natural y muy lógica la convención de prender un fuego rojo a babor… Al contrario, la palabra fuego me parece mal hecha, pues el fuego es rojo y no hay ninguna /a/ en esa palabra.” Que Rimbaud haga entonces negra la /a/ aparece entonces como un escándalo fonético y visual, imputable a una voluntad de provocación de la cual el poeta dio otros ejemplos. Pero veamos bien esto: A, negro corsé velludo de moscas resplandecientes.

Las moscas de la /a/ zumban, es decir murmuran: la /e/ evoca escalofríos, la /i/ risa, la /u/ vibraciones, la /o/ estridencias y silencios a la vez.

“Éclatantes” (resplandecientes) contiene los fonemas /a/ y /k/, cimas de la cromacidad vocálica y consonántica. Una pasaje de Iluminaciones sobre la belleza asocia el negro a los vocablos “éclatent” (resplandecen) y “écarlates” (escarlatas), del cual Jakobson hace su principal argumento: “heridas escarlatas y negras resplandecen / en carnes soberbias”.

Los versos del soneto consagrados a la vocal /a/ la hacen negra. En el fonetismo de “éclatantes” (resplandecientes), el rojo existe no obstante en estado latente (“Vocales (…) diré algún día vuestros nacimientos latentes”). Mejor aun: Rimbaud aproxima explícitamente el negro al rojo en el citado texto de Iluminaciones y en otros: “La sangre negra de las belladonas”; “negruras púrpuras”; “oros bermejos” (ors vermeils) rimando con “negros sueños” (noirs sommeils); “el tocado rojo de la tormenta”, “Fea Mujer Negra / Fea Mujer Pelirroja”, “Sonrojados / y sus frentes hacia colores negros”, etc.

Rimbaud leía a Baudelaire, para quien el rojo, “ese color tan obscuro, tan espeso”, forma igualmente pareja con el negro: “rojo ideal (…) gran noche”; “noche negra, roja aurora”; “nada vasta y negra (…) sol ahogado en su sangre”, etc.

El hecho de que en el soneto “Vocales” el simbolismo fonético del rojo transparente bajo el negro obliga a considerar otros aspectos.

De dieciseis a dieciocho vocales que los fonólogos identifican en el francés, Rimbaud conocía solamente cinco: las del abecedario que se recitaba y cantaba incluso en las escuelas con la pronunciación muda de la /e/, que Rimbaud vio blanca. “La letra e sin acento sirve principalmente para escribir la vocal /e/ llamada e muda”, nota el Gran Diccionario de Letras de Larousse. Ahora bien, los fonólogos hacen con la /e/ muda (llamada también /e/ caduca) un lugar aparte. Para algunos, no es un fonema; según el análisis más penetrante de Jakobson, es un fonema cero que se opone, por un lado, a todos los demás fonemas del francés y, por otro lado, a la ausencia de fonema.

El soneto reconocería entonces la oposición mayor, propia del francés, entre la /a/, de todos los fonemas el más cromático y el más saturado, y la /e/, fonema cero o ausencia de fonema. A esta oposición fonológica maximal respondería la oposición, también maximal en el orden pancromático, entre el negro y el blanco. Esta última oposición parece dominante en Rimbaud que, bajo la influencia de hachís, veía “lunas negras, lunas blancas”, a diferencia de las alucinaciones coloridas de Théophile Gautier: “Escuchaba el ruido de los colores. Sonidos verdes, rojos, azules, amarillos me llegaban por ondas perfectamente distintas”.

Sería entonces posible que la sensibilidad visual de Rimbaud abriera paso a la luminosidad sobre el cromatismo, o más precisamente, que planteara la oposición de los claro y lo oscuro (que se tiene por arcaica) antes de la luminosidad y de la tonalidad, como parece ocurrir en diversas culturas exóticas, especialmente en Nueva Guinea, y quizás también en diversas lenguas, como el sánscrito, el griego antiguo y el viejo inglés.

La tercera vocal del soneto es la /i/, roja. Nos asombramos de ver así formarse el triángulo elemental del rojo, del blanco y del negro, ilustrando la doble oposición entre presencia y ausencia de luminosidad (blanco/negro), y presencia o ausencia de tono (rojo / blanco + negro), en la cual el rojo, color por excelencia, ocupa la cima.
Después de la /i/ roja, la /u/ verde. La oposición cromática rojo / verde es maximal como la oposición cromática negro / blanco a la cual sucede. En el orden fonético, la oposición entre la /i/ y la /u/ no existe. La oposición maximal, sobre el eje de las vocales anteriores y posteriores, se establecería entre la /i/ y el fonema que en francés se escribe /ou/, aunque esta vocal no existe en los abecedarios. La oposición más marcada de la que disponía Rimbaud era la oposición entre la /i/ y la /u/: vocal palatal, anterior, redondeada, transcrita /y/ por los fonetistas y que, en el triángulo vocálico, ocupa una posición intermedia entre las dos.

Conviene notarlo: en Rimbaud los cuatro colores hasta aquí considerados forman un sistema, que reaparece en el soneto para calificar las cuatro primeras vocales: De tus negros poemas, ¡Juglar! / Blancos, verdes y rojos dióptricos.

O aun: ¡niños leyendo en el verdor florido / su libro de marroquí rojo! / ¡Ay, Él, como / mil ángeles blancos que se separan de la ruta, / se aleja por detrás de la montaña! ¡Ella, toda / fría y negra corre! Tras la partida del hombre.

Queda el caso de la /o/ azul. Separado del sistema de cuatro términos, el azul pertenece, en Rimbaud, a un sistema de dos términos, que lo pone en correlación y oposición con el amarillo: “apoteosis azul y amarilla”; “Fea mujer Azul / Fea Mujer Rubia”; “lágrimas de oro astral caían de las azules gradas”; “De Lotos azules de Helianto” y “El oro de los Ritos al azul de Rines”; “El despertar amarillo y azul de los fósforos cantores” y “Los líquenes de sol y los morbos del azur”.

El espíritu de Rimbuad ofrecía probablemente a las sinestesias un terreno fértil. Sin embargo, nos equivocaríamos si, al analizar el soneto, encarásemos separadamente cada vocal en su relación con su color. “Vocales” no ilustra, en principio, un caso de audición colorida. Como bien lo comprendiera Castel, el soneto reposa sobre homologías percibidas entre diferencias. Aun si no se excluye que Rimbaud pudiera tener una sensibilidad por el negro próxima a Castel, sus versos no afirman que /a/ es como el negro (vimos la percepción del rojo latente) y /e/ como el blanco, sino -y es por completo otra cosa- que /a/, el fonema más pleno, y /e/ el fonema más vacío, se oponen en francés de manera tan radical como el negro y el blanco. Si Rimbaud ve la /i/ roja y la /u/ verde, es porque en su restringido repertorio vocálico, la /i/ se opone a la /u/ como un color primario a su antagonista. No son correspondencias sensoriales inmediatamente percibidas las que revelan la arquitectura del soneto, sino las relaciones que el entendimiento establece inconscientemente entre ellas.

Sin dudas, Rimbaud hace en su poesía un gran consumo de nombre de colores, y nos cuesta evitar la impresión de que suelen servirle de relleno. Pero no es indiferente que esos nombres sean el reservorio preferido donde se abastece para completar sus versos. Al hacerlo, no elige cualquier color, salvo tal vez vert-chou (verde-col), que no se explica sino como una rima afortunada con cautchouc (goma) y acajou (caoba). Incluso es preciso observar que, según los neurólogos, en el nivel de los conos retineanos los polos del amarillo y del azul son trasladados al ocre y al violeta. El mapa cerebral de los colores de Rimbaud particularmente fecundo y dotado de un valor fundacional.

Se observará por fin que, además de colores, las vocales evocan directa o indirectamente sonidos. Las moscas de la /a/ zumban, es decir murmuran: la /e/ evoca escalofríos, la /i/ risa, la /u/ vibraciones, la /o/ estridencias y silencios a la vez.

Lo mismo en el último verso (¡O la Omega, rayo violeta de Sus Ojos!) el azul se obscurece al mezclarse con el rojo (“el violeta es obscuro”, decía Castel) como para esbozar la clausura de un conjunto que empieza con el negro, como si la ambigüedad de la /o/ en el plano acústico y su inflexión hacia el violeta en el plano visual tendieran a reproducir, bajo la forma de un quiasmo, la ambigüedad visual de la /a/ y la ausencia de ambigüedad acústica que le es asociada: la del murmullo continuo.

Texto publicado originalmente por primera vez en Diario de Poesía, Buenos Aires, Invierno de 1994 – Traducción de Valeria Joubert y Ricardo Ibarlucía – Adaptación y edición de Juan Arabia para Buenos Aires Poetry, 2018. 

Fuente: https://buenosairespoetry.com/

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