viernes, marzo 29, 2024
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La ética de Antonio Gramsci

Pensad/cuando habléis de nuestras debilidades también en el tiempo tenebroso/del que os habéis librado.  Porque nosotros anduvimos cambiando más de tierra que de zapatos por la guerra de clases, desesperados, /cuando sólo había injusticia y ninguna rebelión. Y sin embargo sabemos: también el odio contra la bajeza tuerce los rasgos/también la cólera contra la injusticia enronquece la voz. Sí, nosotros,/que queríamos preparar la tierra para la amistad no pudimos ser amistosos. (Bertolt Brecht«A los por nacer»)


Antonio Gramsci ha sido el comunista marxista más original del período de entreguerras y, probablemente con Guevara, el más apreciado internacionalmente de los comunistas marxistas que vivieron en el siglo XX. El historiador británico Eric Hobsbawm recordaba hace unos cuantos años que, durante la década de los ochenta, Antonio Gramsci se había convertido en el pensador italiano más repetidamente citado en las publicaciones mundiales de humanidades y ciencias sociales.
Sin duda, esto último tiene una explicación. Se debe, en primer lugar, a que su biografía conmueve a toda persona sensible; y, en segundo lugar, al gran interés que despertaron en muchos países del mundo tres colecciones de escritos suyos: las intervenciones políticas y político-culturales de los años 1916 a 1926; los treinta y tres cuadernos que redactó durante el largo período carcelario al que fue condenado por el fascismo mussoliniano, conocidos como Quaderni del carcere; y al más de medio millar de cartas que envió a familiares y amigos, entre los años 1927 y 1937, desde aquellas prisiones y desde las clínicas por las que tuvo que pasar ya al final de su vida.
Pero, por otra parte, un joven europeo que quiera hoy leer a Gramsci con calma y dedicación puede encontrarse con el problema de que sus obras no estén disponibles en las principales librerías. Incluso en Italia, el país de Gramsci, ha habido paradójicamente un momento, a finales de la última década, en que no se podía encontrar en librerías la principal edición de escritos gramscianos, la edición crítica de los Quaderni del carcere preparada en la década de los setenta por Valentino Gerratana y publicada por la editorial Einaudi. Hizo falta una campaña internacional de estudiosos gramscianos para paliar esa situación. Y en otros países europeos en los que Gramsci se ha leído bastante, por ejemplo en España, tampoco es fácil encontrar hoy en día en librerías ediciones de los escritos de Gramsci.
Esta situación paradójica se explica por la desconfianza que, por lo general, suscitan en los últimos años los términos «comunista» y «marxista». Lo cual tiene, evidentemente, su repercusión en la industria de la cultura y en el mercado del libro. Cuando algo suscita desconfianza todo aquello que tenga que ver con ese algo, independientemente de su valor, se ve afectado. Y si Gramsci ha sido, como fue, un comunista marxista es lógico que los jóvenes, que han sido educados ya en la desconfianza y en el desprecio por todo lo que representó el comunismo marxista, tengan de entrada una cierta prevención ante su obra.
Ante situaciones así suele ser inútil tratar de adoctrinar a los más jóvenes desde las alturas del conocimiento de quien sabe que Gramsci es ya un «clásico» y que la lectura de los clásicos debería ser obligatoria. Como dijo el poeta, «lo peor es creer que se tiene razón por haberla tenido». No hay clásicos obligatorios.[1] Y menos en una época posmoderna en la que los «clásicos» de tu canon tiran de la barba a los clásicos de mi canon y unos y otros son puestos en cuarentena por los clásicos del canon del de más allá.
Siempre ha habido clásicos inactuales y situaciones en las que tal o cual pensador adquiere la categoría de clásico que tiempo atrás no tenía. Montaigne, por ejemplo, no solía estar entre los clásicos casi obligatorios hace unas décadas; hoy lo está. Karl Kraus, el autor de Los últimos días de la humanidad, pronto será un clásico obligatorio si la idea de que hay «guerras humanitarias» cuaja en este cambio de siglo y de milenio, como parece que está cuajando.
Así pues, para entrar hoy en día en la vida y la obra de Antonio Gramsci, tanto más si no se es comunista y marxista y no se está, por tanto, ya bien predispuesto, hace falta un esfuerzo suplementario. Hacen falta afición a la memoria histórica, una cierta sensibilidad sentimental y un poco de espíritu compasivo, de piedad ante la tragedia del hombre en su historia.
Tres cosas que, por cierto, cotizan a la baja en el mercado de valores. Por eso creo que la mejor manera de captar la benevolencia de un lector así es releer juntos los versos de Bertolt Brecht en el poema dedicado a los que vendrán, a los por nacer, a los hombres del futuro, que van a servir de lema a esta noticia de Gramsci. Aquellos versos están escritos por los años en que Antonio Gramsci sufría en las cárceles de Mussolini y expresan muy bien lo que ha sido el sentir de los revolucionarios de la época.
El que desde experiencias y vivencias muy diferentes, y durante muchos años, haya habido una coincidencia tan grande de opiniones sobre Gramsci (y sobre Guevara) se debe a algo que debemos subrayar en seguida por obvio que sea: lo que, más allá de las diferencias culturales, se aprecia y se valora en Gramsci (y en Guevara) es la coherencia entre su decir y su hacer. Por eso al cabo de los años se les puede seguir considerando, con verdad, como ejemplo vivo de aquellos ideales ético-políticos por los que combatieron.
¿Qué es lo que hace de Gramsci un personaje tan universalmente apreciado en estos tiempos difíciles para el comunismo y para los marxismos? Que siendo, como era, un dirigente se entregó a la realización de su idea, de su proyecto, como uno más, sin ponerse a sí mismo como excepción de lo que preconizaba ni intentar racionalizar ideológicamente, como hicieron otros, la excepcionalidad del yo mismo que se quiere colectivo, que se quiere un nosotros.
Para valorar suficientemente esta aproximación entre el yo y el nosotros en la persona llamada Gramsci sólo hay que fijarse en su forma de entender la relación entre el filosofar espontáneo («todos los hombres son filósofos», escribió) y filosofía en sentido técnico (reflexión crítica particularizada acerca de las propias prácticas, de las propias concepciones del mundo), o en su forma de entender la relación entre intelectuales en sentido restringido, tradicional, y lo que él llamó «el intelectual colectivo» (que, por supuesto, no tiene nada que ver con la trivialidad mediática del «intelectual orgánico» sin pensamiento propio).
Sólo a un hombre que se ofrece a los otros como parte orgánica de un ideal y de una entidad colectivas, y que cumple con su vida esta promesa, se le puede ocurrir la idea de que el partido político de la emancipación es un intelectual colectivo en el que el intelectual tradicional por antonomasia, en vez de quedar diluido o ser sobredimensionado, queda convertido en intelectual productivo, en intelectual que produce junto a los otros, junco a los trabajadores manuales que quieren liberarse.
Porque de un hombre así se puede decir que ha renunciado a lo que es característico del intelectual tradicional: su apego al privilegio social. Una de las aportaciones más interesantes de Gramsci en este ámbito fue, justamente, la propuesta de superar en el partido laico el tipo de relación (unilateral y unidireccional) entre «clérigos» y «simples» que ha sido característica de la iglesia católica y que, en gran medida, heredaron y secularizaron casi todos los partidos políticos de la modernidad.
Sólo a un hombre que da más importancia al filosofar entendido como reflexión sobre las propias prácticas y tradiciones que a las filosofías académicas, y que, además, se pone al servicio de los otros para elevarla filosofía espontánea a ilustrado sentido común de los más, se le puede ocurrir la idea (en principio ajena al especialista, al experto o al licenciado en filosofía) de que todos los hombres son filósofos. Porque un hombre así ha renunciado a su privilegio como filósofo técnico en favor de otro tipo de filosofar, de un filosofar con punto de vista que se propone explícitamente ayudar a la colectividad de los de abajo.
Sólo a un hombre que ha asumido el conflicto entre ética de la convicción y ética de la responsabilidad corno una cruz con la que hay que cargar necesariamente en una sociedad dividida, sin aspavientos olímpicos ni pretensiones elitistas, se le puede ocurrir la idea de que un día la política y la moral harán un todo al desembocar la política en la moral. Porque un hombre así, aunque diga sentirse aislado y repita una y otra vez que él es y se siente como una isla en la isla, está en realidad comunicando a los demás, a sus interlocutores y a sus lectores, que, a pesar de su psicología, de su carácter o de su estado de ánimo, quiere ser, con ellos, un continente.
Por todo eso, y desde nuestro presente, el proyecto de Gramsci se puede entender como un continuado esfuerzo por hacer de la política (comunista) una ética de lo colectivo.
Gramsci no escribió ningún tratado de ética normativa. No era un filósofo académico ni un político al uso especialmente preocupado por la propia imagen. Tampoco puso las páginas de su obra luminosa bajo el rótulo con el que el asunto suele enseñarse en las universidades: «filosofía moral y política». Dedicó muy pocas páginas a aclarar su propio concepto de la ética. Como tantos otros grandes, habló y escribió poco de ética. En realidad sólo lo hizo, polémicamente, cuando entendió que se estaba confundiendo la política con la politiquería, la política en el sentido noble de la palabra con el hacer sectario o mafioso.
Dio con su vida una lección de ética. Una lección de esas que quedan en la memoria de las gentes, de esas que acaban metiéndose en los resortes psicológicos de las personas y que sirven para configurar luego las creencias colectivas. Que las ideas cuajen en creencias: tal fue la aspiración de Gramsci desde joven, en el marco de una tradición crítica y con una identidad alternativa a la del orden existente, que se prefigura ya en la sociedad dividida.
Al hablar de la relación entre ética y política hay dos aspectos igualmente interesantes sugeridos por la palabra escrita y por el hacer de Gramsci. Uno de estos aspectos se plantea al preguntarnos acerca de la forma en que él mismo vivió la relación entre política y moralidad, sobre todo en los años de la cárcel cuando, enfermo, se negó a pedir la gracia a Mussolini.
El otro asunto interesante brota al preguntarse cómo reflexionó Gramsci acerca de la relación entre el ámbito de la ética y el ámbito de la política y qué propuso a este respecto desde esa reflexión. Este es un tema, que en sus términos modernos, los propios de una conciencia desencantada ya incluso de las otras formas de hacer política, se planteó unos años antes Max Weber. Gramsci, como historicista, lo trató de otra manera, dialogando con Maquiavelo y con Kant pero con el pensamiento puesto en los problemas específicos, concretos, de su presente.
Pocas veces se han abordado juntos estos dos aspectos en la ya inmensa literatura gramsciana[2]. Pero, a pesar de ello, es importante atender a las dos cosas y suscitar una discusión sobre el resultado de pensar las dos cosas a la vez. Lo es por una razón tan sustantiva como práctica: para superar la distancia, e incluso la separación, que se suele producir, a propósito de Gramsci, entre los estudios biográficos y los estudios técnico-académicos que se centran en los conceptos básicos de los Quaderni del carcere. Pues las consecuencias de esta separación de asuntos suelen ser, por una parte, el reconocimiento de la coherencia ética de una vida ejemplar, y, por otra, la insatisfacción ante la teorización gramsciana del vínculo existente entre ética y política, sobre todo por comparación con otros autores, académicos o no, contemporáneos suyos.
El lugar adonde conduce esta separación en los ambientes intelectuales es conocido. Lo diré de la forma más drástica posible. Conduce, en lo que hace a la valoración de Gramsci, a un juicio, muchas veces escuchado en estos últimos años, del siguiente tenor: «He aquí alguien a quien podemos considerar como un ejemplo de coherencia moral en el marco de la tradición comunista y que, sin embargo, hizo de su vida una tragedia y contribuyó a la tragedia de otros porque no fue realista, porque no supo pensar a fondo precisamente la relación entre lo ético y lo político».
Quisiera decir enseguida, para evitar cualquier equívoco, que no comparto esta derivación intelectualista a propósito de Gramsci y que considero que la tragedia vital del hombre Antonio Gramsci (como la de algunos otros comunistas de su época) tiene que entenderse, en parte, como expresión de su circunstancia: del más general drama del comunismo occidental en un «siglo de extremos » (Hobsbawm) en el que muchas personas, en la Europa occidental, tuvieron que vivir, sabiéndolo, como «revolucionarios sin revolución», sin esperanza pero con convicciones; y, en parte también, claro está, como resultado de una personalidad particularísima: escéptica pero volitiva, irónica pero intransigente, tan práctica en lo cotidiano como inclinada, a veces hasta la neurosis, hacia el puntillismo en las relaciones sentimentales. De todo ello hay muestras suficientemente expresivas en la correspondencia del propio Gramsci y en los testimonios que han dejado quienes le conocieron en vida.
Es cierto que, en la exposición de su proyecto, Gramsci ha acentuado la dimensión estrictamente política, tanto en las luchas sociales en las que participó como cuando hizo análisis o propuso hipótesis teóricas. Pero esto no quiere decir que su proyecto fuera politicista o que infravalorara la ética. Sintomáticamente, siempre presentó sus propias convicciones como haciendo parte de un proyecto ético-político y en ese sentido hay que entender también su propuesta, reiterada, de reforma moral e intelectual, que es consustancial al mismo.[3]


 Fuente: Primer apartado del capítulo El proyecto ético-político de Antonio Gramsci del libro de Francisco Fernández Buey Leyendo a Gramsci, publicado en www.gracus.com.ar
Gracus, semanario socio-cultural dirigido por el periodista Norberto Vilar, lleva ese nombre en memoria del revolucionario francés François-Noël Babeuf (1760-1797) que con el apodo Gracus demandaba: «No queremos la igualdad escrita en una tabla de madera, la queremos en nuestras casas, bajo nuestros techos». 
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